Artículo de opinión de Rafael Cid

“Los años pasan rápidos;

los días lentos”

(Luis Pimentel)

De la misma forma que la OTAN captó el monopolio del uso de la fuerza al margen de los Estados miembros, la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP) ambiciona otro tanto para las multinacionales en el mundo de los negocios, y por eso ambas estructuras oceánicas consideran a la democracia de la gente como un obstáculo a sabotear.

“Los años pasan rápidos;

los días lentos”

(Luis Pimentel)

De la misma forma que la OTAN captó el monopolio del uso de la fuerza al margen de los Estados miembros, la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP) ambiciona otro tanto para las multinacionales en el mundo de los negocios, y por eso ambas estructuras oceánicas consideran a la democracia de la gente como un obstáculo a sabotear.

Libertad es una facultad innata en los seres humanos. Pero a medida que se aplica en otros ámbitos, como la economía, más se aleja de su atribución original, pervirtiendo la acepción. De esa forma sirve para enmascarar como positivo y deseable otras realidades mucho más inciertas. Esa es la razón del uso sesgado del término “libremercado”, en los inicios de capitalismo comercial, y del “neoliberalismo” para designar su declinación actual. Una migración que lo convierte a todo lo relacionado con la “libertad” en un bien cada vez más escaso entre las personas mientras deviene redundante en el mundo de los negocios. A lo peor porque una cosa lleva a la otra.

El tratado sobre librecomercio e inversiones que bajo el acrónimo TTIP planea en estos momentos sobre nuestras cabezas es un ejemplo de esta metamorfosis semántica que mina la percepción. Si se llega a aprobar, la circulación de mercancías y capitales entre Estados Unidos y la Unión Europea será total, sin frenos, fronteras, aranceles, cupos o cualquier otra limitación. Significará vía libre sin interferencias. La fase suprema del capitalista global. O sea, el poder absoluto para las multinacionales privadas. Algo incompatible con el “liberalismo” bien entendido. Presentar los productos con un envoltorio sugerente ha sido tradicionalmente una de las habilidades del gran bazar.

Porque en realidad el TTIP es todo lo contrario de lo que pregona. Se trata de un nuevo y demoledor proteccionismo, que busca la supremacía de las grandes corporaciones sobre las naciones, imponiendo sus propias reglas sobre las normas del Estado de derecho. De ahí que una de sus exigencias consista en que las disputas se diriman en tribunales supraestatales “independientes” (otra polisemia forzada). Estamos ante otro organismo de facto que como el Banco Mundial (BM) o el Fondo Monetario Internacional (FMI) puede condicionar a países y personas sin asumir ninguna responsabilidad democrática. Y puesto que esas multinacionales que se pretenden “soberanas” pertenecen al 5% de la población más rica del planeta, tenemos ante nuestros ojos la distopía más aberrante que hubiéramos podido imaginar. La “perfección negativa” que decía Martin Amis del estalinismo. Ser antes consumidores que ciudadanos.

Aunque habría que matizar lo que líneas arriba hemos dicho sobre su condición de estructura de poder por encima de los Estados. En realidad, analizando los pliegues del proceso en marcha, resulta ser precisamente el aparato Estado el que maniobra para hacer posible esa distopía de la exportación urbi et orbi como medio y fin. Un Estado desviado de su inicial predicamento como expresión política de la sociedad civil. Y que, como hemos visto durante la crisis de la deuda, es utilizado contra la gente y a favor de los intereses de las poderosas élites dominantes. Llaman neoliberalismo a que desde el poder instituido se pontifique el tráfico mercantil masivo con lingua franca civilizatoria. Regular desde la burocracia del Estado la plena desregulación, tal es el oxímoron aplicado. Un nuevo feudalismo en ciernes, también. Volvemos a aquel axioma fundacional de “vicios privados, virtudes públicas”.

Esta OTAN de los negocios llega a lomos del mismo cinismo político con que nuestros gobernantes abordaron el referéndum sobre aquel pacto militar multinacional. El pasado 28 de mayo, los grupos socialdemócratas y liberal de la eurocámara votaron a favor de una versión edulcorada del sistema de arbitraje del TTIP en la Comisión para el Comercio Internacional (INTA). En cierta medida esa postura estaba prefigurada cuando, a iniciativa del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, el duopolio dinástico hegemónico aprobó la reforma del artículo 135 de la Constitución que privilegiaba el pago de la deuda. Grosso modo el modelo de resolución de conflictos sancionado en Bruselas supone poner los derechos de los inversores por delante de los de la sociedad.

Y aunque no creemos en la teoría de la conspiración, a malas podríamos decir que “haberlas haylas”, si tenemos en cuenta la hoja de ruta de la economía capitalista en su formato “neoliberal” en los últimos lustros. La crisis financiera de los Estados en los años 80, favoreciendo la toma de sectores públicos estratégicos por el capital privado (telecomunicación y energía fundamentalmente); el posterior despiece del magro Estado de Bienestar (mediante la enajenación de pleno derecho y con el subterfugio de la cogestión privada de bienes de titularidad estatal como la Sanidad y la Educación Superior ); y el más reciente fiasco de la deuda que ha derivado en la atroz devaluación del factor trabajo tanto en términos monetarios como laborales, provocando un paro estructural de dos dígitos, pueden considerarse como la necesaria alfombra roja para el aterrizaje del proyecto TTIP.

Sin embargo esta ofensiva para hacer del planeta el latifundio de los grandes magnates de la industria y las finanzas, poniendo a su servicio a los gobiernos de los Estados asociados, tiene su talón de Aquiles en la enorme carga antidemocrática que conlleva. Y esa precisamente, igual que sucede con el concepto “libertad”, debería ser la bandera a reivindicar con orgullo por los pueblos que no se resignan a ser súbditos del club de los más ricos. Otra vez expresiones como “no nos representan” y “lo llaman democracia y no lo es” recobran vigencia por encima de sus raíces. La persistente concentración de poder económico y de poder político que las multinacionales necesitan para validar sus planes representan el mayor atentado a la democracia nunca visto.

Por tanto, una salida consecuente frente a la amenaza en perspectiva implicaría revertir esa irracional y funesta escala de valores: decrecer política y económicamente; plasmar modelos de democracia directa y de proximidad allí donde se pueda; romper la lógica letal de la competencia incorporando pautas de cooperación y la solidaridad como forma de vida; aplicar procesos productivos locales, evitando la deslocalización del trabajo, el derroche energético, el desarraigo social y la ecocidad de las economías extractivas; y otras muchas actividades holísticas que demuestren en la práctica la superchería del sistema dominante son algunos de los cauces para activar el proceso emancipatorio que impida la emergencia de la gran distopía del siglo XXI.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid