Artículo de opinión de Rafael Cid

Bloqueo. Esa es la especie con la que el Régimen del 78 justifica el atasco del bipartidismo dinástico. Ni PP ni PSOE tienen fuerza suficiente para imponer un gobierno a su exclusiva medida. Siguen fieles al consenso de la Transición, el atado y bien atado, pero han perdido la iniciativa. Por eso buscan, a diestra y siniestra, sumar a Ciudadanos a su estrategia continuista. Sin embargo existe otro bloqueo más importante y trascendente del que apenas se habla. Es el férreo cerrojo que impide cualquier salida política por la izquierda, aunque sea por la mínima reformista.

Bloqueo. Esa es la especie con la que el Régimen del 78 justifica el atasco del bipartidismo dinástico. Ni PP ni PSOE tienen fuerza suficiente para imponer un gobierno a su exclusiva medida. Siguen fieles al consenso de la Transición, el atado y bien atado, pero han perdido la iniciativa. Por eso buscan, a diestra y siniestra, sumar a Ciudadanos a su estrategia continuista. Sin embargo existe otro bloqueo más importante y trascendente del que apenas se habla. Es el férreo cerrojo que impide cualquier salida política por la izquierda, aunque sea por la mínima reformista. Porque Pedro Sánchez no quiere y Pablo Iglesias no puede, a pesar de los ajustes y recortes aplicados sobre su inicial ideal para ser admitido como compañero de viaje socialdemócrata. El sorpasso que pregonaban quieren eligieron surfear a través de las instituciones está a punto de quedar en mero simulacro. Aquí y ahora, cualquier alternativa trasformadora que el futuro pueda deparar pasa por reconocerse esa ingrata realidad y sacar las oportunas consecuencias.

El partido emergente Podemos ha pinchado. Está al final de la escapada. Nada de lo que auspiciaba en sus inicios ha llegado a buen puerto. Seguramente porque desde que en la asamblea fundacional de Vista Alegre se estructuró como una organización jerarquizada, verticalista y carismática (en resumen “autista”) empezó a dejar de ser la expresión de la sociedad civil en rebeldía que parecía responder a la sensibilidad reformista del 15-M. Ni los resultados obtenidos en las elecciones europeas, ni lo cosechado en las autonómicas hasta ahora celebradas, ni el balance de los dos ensayos de las generales, permiten pronosticar otra cosa que no sea su prematuro envejecimiento y ostracismo.

El “pablismo”, patronímico que excede de la personalidad de su máximo líder Pablo Iglesias, solo ha funcionado como agente colateral del movimiento municipalista, activo para el que incluso hoy empieza a suponer un cierto lastre. Precisamente el ámbito de acción político-social que la cúpula de Podemos despreció arrogantemente por su suponerlo de escaso poder fáctico. En el resto, a lo más que ha llegado ha sido a casi suplicar “un gobierno de progreso” al PSOE (sic), precisamente la primera pata del bipartidismo dinástico en plegarse a las demandas homicidas de Bruselas. Con ello, Podemos serraba la rama sobre la que estaba sentado.

Por el contrario, Podemos aparato se ha convertido en una máquina de resignación masiva. Con esa filosofía monopolizadora ha terminado ninguneando a socios con tanta experiencia y credibilidad como el juvenil y dinámico Equo o la veterana y combativa Izquierda Unida, abducida en un fantasmagórico sorpasso. Por no hablar de su errático comportamiento con las confluencias, que van camino de engullir a la marca Podemos. Como el episodio bufo ocurrido en Galiza, donde Pablo Iglesias ha anulado a golpe de tuit lo decidido por las bases respecto a su vinculación con En Marea cara a las autonómicas del próximo 27-S. Como cuando, su mandamás colocó al ex JEMAD Julio Rodríguez como cabeza de lista en Almería, cargándose el potencial acumulado por la formación en aquella provincia, aunque con la recompensa para el “soldado de Podemos” (“antimilitarista y pacifista” de pro reivindicado por Iglesias en la última sesión de investidura) de un sitial en la ejecutiva nacional como “observador permanente”.

Este poder de nombramiento de rancio abolengo que ejercita Iglesias supone, según Pierre Bourdieu, un poder de creación social que “hace que el candidato exista conforme al nombramiento”. Lo que antes se llamaba centralismo democrático (que es un maquillado “lo dijo Blas…”) no ha sido flor de un día. Por el contrario, fue precedido de múltiples piruetas teórico-ideológicas del “pablismo” como intelectual orgánico. Ora la doctrina era asaltar los cielos, luego la transversalidad; a continuación el eje izquierda/derecha; más tarde la verdadera socialdemocracia, y en última instancia el reconocimiento de “rasgos peronistas” en el ADN de Podemos.

Lógicamente, semejante cambalache fue la cosecha lógica y consecuente de renunciar a algunas de sus virtudes teologales (reversión de la reforma de las pensiones; nacionalización de las eléctricas; anulación del artículo 135 de la Constitución en versión made in troika; postulación de una renta básica universal; auditoria sobre la deuda ilegítima; aceptación de la monarquía; etc., etc., etc.). Magnitudes todas ellas suficientes para concluir que cualquier salida digna del marasmo en que el partido morado ha metido a la ciudadanía refractaria al régimen del 78 requeriría de medidas traumáticas contra el culto a la personalidad. Algo parecido a la osada disyuntiva que planteó Castoriadis al afirmar “hay que elegir entre ser marxista, o bien ser revolucionario”.

Separar el “pablismo” de Podemos para volver a empezar, retomando los señas de identidad de la ruptura democrática y la ética política empieza a ser un imperativo de higiene mental y social. La coyuntura histórica aún es propicia para reconstruir puentes entre los quienes desde un principio denunciaron orgullosamente que la fórmula exclusivamente institucional significaba refrendar lo fundamental del sistema hegemónico, y quienes con idéntica dignidad abrazaron el posibilismo pensando que Podemos era un instrumento válido para cambiar las cosas. Ese encuentro, urgente y necesario, exige que en el Congreso Extraordinario de Podemos, a celebrar a finales de año, se retomen los fundamentos de una cultura radical capaz de un auténtico regeneracionismo. Un proceso que ya se están anticipando las políticas antifulanistas de corrientes soberanistas desde la horizontalidad, tipo la CUP y En Marea.

La ventaja ahora para la izquierda transformadora es la mochila de experiencia que incorpora tras haber transitado por el campo minado de lo institucional sin terminar engullida por la corriente dominante (mainstream). Frente a ella, pero no en su contra, están los que han visto reforzada la convicción de que desde dentro del sistema la doma acecha y la autonomía declina. Lo que no significa volver a la falsa dialéctica reforma/revolución como Bálsamo de Fierabrás. No hay revolución que no signifique una evolución permanente, ni reforma que merezca el nombre cuyo primer peldaño no entrañe su dosis de revolución. Esa empatía del todos para uno y uno para todos debería presidir el necesario volver a empezar.

Estamos en una coyuntura decisiva, y aunque no hemos salido bien parados de las primeras escaramuzas (fiasco griego, crecimiento electoral de los grupos xenófobos europeos, atasco de la apuesta institucional de las izquierdas en España y Portugal, etc.) aún podemos frenar el austericidio en marcha y revertirlo. Algo que solo se producirá cuando los poderes coaligados sientan comprometido su statu quo y rectifiquen en redondo ante la decisión mayoritaria de una oposición que realmente se oponga tanto a escala nacional como continental. Las grandes conquistas sociales y laborales que ahora están en el alero surgieron cuando Bismarck (en canciller de hierro), temeroso de que las secuelas de la revolución de 1848 tumbaran el sistema admitieron el seguro de enfermedad obligatorio (1883), ley de incapacidad laboral (1884) o el seguro de vejez (1989), entre otras. Igual que el Welfare State (Estado del Bienestar) es una consecuencia de la crisis de 1929 y del temor de sus clases dirigentes.

Sería terrible que el virus del desencanto con la política realmente existente, la inseguridad y la decepción con la clase política convencional llevara a la gente a rechazar una salida del sistema por la izquierda para abrazar la opción antisistema de la ultraderecha (xenófobo, racista y nacionalista). La disyuntiva es: polinizar la existencia o arruinar la vida.

El cambio solo es posible cuando se vive prefigurando la sociedad que se ambiciona.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid